Hacer un repaso del
pasado para recordar a un amigo que se ha ido de forma súbita me deja confundido
y desarmado. Lo que diga no sirve de nada, o de muy poco, sólo tiene el valor de
no ser desmentido ya que la vida y la muerte siempre nos coloca ante la puerta de
la certidumbre. Ante ella no puede repararse nada: ya todo está hecho. Al escribir
sobre lo que hicimos se refuerza la soledad
del fin, rescatamos imágenes y recuerdos, nos miramos las manos y recuperamos el
tiempo compartido. Por este motivo pienso que lo más apropiado es dedicarle
palabras que contengan el valor de lo que hicimos juntos, fijar su personalidad
en las obras realizadas y, como gestor cultural, en los intereses éticos y estéticos
que nos unían. Personalmente
me siento en el deber de hablar del profesional y del amigo y quisiera hacerlo
con serenidad, afecto y respeto. Evocar los hechos e invitar a las personas que
coincidimos y participamos en la aventura del cambio. Pienso que al hacerlo seguimos
activos y unidos. Lo que se hizo entonces es la memoria de una época que
transformó el rostro al país.
Antonio Franco ha sido el
artífice de la modernización estética en Extremadura, el referente profesional
que nos ha unido entorno al proyecto museístico del MEIAC: este es un hecho
remarcable que merece la pena cuidar en el futuro.
Recuerdo que eran tiempos generosos,
de vitalidad y alegría colectiva: queríamos construir algo importante. Como muchos
creadores de la época, estábamos cargados de esperanza, limpios de pereza
crónica y abiertos a colaborar para la construcción del futuro. En los años que
nos conocimos, para Antonio prevalecía la
sobriedad del concepto: hacer que los temas humanos estuvieran en el centro y
la factura de la obra fuera su envoltorio. Su actitud frente el arte era no
entretener el pensamiento con bagatelas y, ante la vida, actuar con franqueza y
apertura. El arte como
instrumento de cohesión social, como interrogante y proceso de
crecimiento interior. Su inesperada marcha no debe detener este proceso; por
ello he pensado que la mejor manera de tener presente su labor, es hacerle un
homenaje personal a través del trabajo y animar a que la labor realizada nos
libere individualmente. Cada cual debe hacer balance de su tiempo y de lo
que nos ha sido dado. Antonio tenía muy presente, aunque no lo expresara de
manera explícita, que el camino para trascender la vida está en las obras, en lo
que hacemos.
Para evocar su memoria haré
servir este concepto: estamos en lo
que hemos hecho. Su labor era de gestor cultural, mediador y
promotor de acontecimientos y, por ello, lo que él “ha hecho” está disuelto entre
nosotros. En el MEIAC creó un fondo de obra para la exposición permanente, un
patrimonio que explica la sensibilidad artística del siglo XX. También el
archivo fotográfico para construir la memoria visual de Extremadura. Sensible a
este tema: reunió más de 250 obras de performances y multimedia, trabajos que
señalan la evolución del media art y la importancia que el arte de hoy
tiene en internet. Llevó el arte contemporáneo extremeño fuera de la región, a
través de exposiciones como Suroeste Literaturas Ibéricas, participó en ferias
de arte ARCO en Madrid. Tuvo relaciones culturales con museos portugueses, como
la Fundación Eugenio de Almeida de Évora, y el MACE de Elvas. Colaboró con el
Instituto Cervantes y llevó exposiciones gestionadas por el MEIAC a nivel
internacional. Editó la obra de Narbón, de Wolf Vostell, de Ortega Muñoz, de
Arias Montano, La fotografía en Extremadura 1847-1951...
1984
1984
Estas y otras acciones han servido para muchos como estímulo
y motivación creativa. Pienso que nombrar a las personas que estuvimos implicados
en el proceso es alumbrar lo que se hizo y dar sentido a una época germinal de
lo que somos hoy. El cambio cultural en Extremadura fue posible cuando el
trabajo inicial sentó las bases de lo que, más tarde, cada cual ha realizado
por separado. En el taller se ha hecho lo que se ha podido. Pienso que contar honestamente
lo que se hizo es recordar aquel tiempo, pobre, sin recursos, pero imaginativo
y, evaluarlo, es tener presente la importante labor de Antonio Franco.
Recuerdo muy bien el año del encuentro: era un excelente día
cuando llegamos a Mérida. Mi familia y yo quisimos visitar Extremadura, lugar
donde nací y no conocía excepto por las referencias que me daba mi padre.[1] En el mejor momento para mi trabajo, hace
ya 36 años, me encontré con Antonio como si fuéramos viejos conocidos. En aquel
momento fue la persona que mejor me orientó en lo que necesitaba: conectar con las
gentes y lugares de Extremadura. Lo hizo con generosidad, sentido del humor, sacrificio
personal y grandes dosis de confianza. Nos encontramos en la Consejería de
cultura de la alcazaba de Mérida y, en aquellos años, establecimos una amistad personal
y profesional sólida. La mantuvimos de manera intensa y sólo la distancia, las estocadas
de los años y la muerte la ha detenido. Antonio persistía en la dedicación, la necesidad
imperturbable con la creación artística, con las vanguardias, con la vida, las
cuestiones humanas y la tierra. Su función profesional y su carácter contenido
lo hacía imprescindible donde estaba y le permitía estar en contacto con todas
las áreas de la cultura. Así pues: por todo lo que has pensado, reunido y realizado:
¡gracias, Antonio!
El proyecto de museo, y su ubicación, fue una de las
primeras ideas que me transmitió y tuvo un debate intenso fuera del lugar de
las decisiones. Dos años más tarde de conocernos Antonio y yo fuimos a ver la
plaza de toros abandonada y La cárcel de Badajoz.[1]
La idea me entusiasmó tanto que hice un trabajo extenso con lo que pude observar
en sus corredores y calabozos. Los espacios ya estaban abandonados, pero había contenido
tanto dolor humano, tantas reseñas vivas en los muros, mensajes sentidos,
señales y gráficos de los presos, que hice una serie extensa de fotografías y
dibujos que conservo con interés. Aquel recuerdo fue especial. Algunas imágenes
que realicé son la traslación de lo que estaba dibujado en los muros. Las
fotografías eran tomas de las evocaciones tatuadas en la cal, los muebles
desahuciados y los espacios de la prisión. Antonio publicó una fotografía en la
portada del catálogo del museo: son una serie de rayas que el ocupante de la
celda, el condenado, hizo para contar los días que llevaba encerrado, carente
de libertad. Era conmovedor por el contenido y por la manera tan gráfica de
pensar sobre el tiempo. Cada uno de los calabozos era un drama personal con
anotaciones escritas que emocionaban por la claridad del mensaje. Todo aquel
doloroso material estuvo a su disposición, inclusive estuvimos hablando de recoger
algunos elementos de la prisión. Cada una las puertas, cerrojos, rejas, y muebles
de los calabozos, era una obra poderosa, un referente fiel de los contenidos humanos
allí establecidos. Las salas, patios, escalinatas y el panóptico central,
presentaban una escenografía dramática: eran elementos que pensábamos que
merecía la pena conservar para asentar las bases de la estética renovada y el
sentir del nuevo edificio.
l proyecto del museo fue un debate fértil, apasionante y
permanente. El tema se pulía, se
modelaba poco a poco allí donde íbamos. Siempre teníamos un objetivo común: el
proyecto tenía que hacerse con finalidad pedagógica y amplio servicio a la
sociedad. En unos años pude seguir la transformación del lugar y la aparición
de la idea. Pude ver como el lugar de la prisión se convertía un el magnífico
edificio y un referente cultural que podemos entender como uno de los símbolos
de la modernidad de Badajoz.
La naturaleza
Morerías 90. Embalse de Proserpina. 1990. |
Antonio era un
urbanita, pero no estaba lejos de la naturaleza, entendía que ella habla de
nuestros silencios y siempre contiene el escenario del hombre. Nos hacemos
humanos en el paisaje, ahí están impresos los que se fueron, los que se van y
donde nos encontraremos todos. Era un ser culto, inquieto, amable, irónico y
generoso que me llevó a visitar los rincones más bellos de Extremadura, entre
ellos; las pinturas rupestres de la sierra de San Serván y los lugares que
seguidamente describiré; en cada uno de estos lugares se encontraba implicado. Algunas
veces fuimos acompañados por Eulalia Gijón: una persona culta, sensible,
inquieta y amante del patrimonio arqueológico. Fuimos a lugares que me llenaron
de asombro y me hicieron amar aquella tierra que se revelaba como lo que era:
la matriz de mis antepasados. Hablamos de muchas cosas, temas que se olvidan, pero
resuenan ideas que han permanecido, se han reformulado y este es un momento
oportuno para recordarlas.
Morerías 90. Ocultación en el Embalse de
Proserpina. 1990
|
La historia
Dolmen de Lácara. Aguada, 1987 |
Lo hablamos y así es
como vimos la dimensión de la labor humana, cuando el arte está en el límite,
en la oscuridad de la muerte, cuando lo sublime se hace montaña-tumba en la
pirámide de Keops y cueva-cista en el dolmen de Lácara. En mi caso, nada más ver aquel conjunto, la
impresión fue de asombro y misterio. Estuvimos observando la rotundidad
y el alabeo de las piedras, el vacío de la cámara, la compresión del corredor,
las dimensiones de la pequeña entrada y la piel de líquenes que el granito
vestía y le daba solemnidad a todo el conjunto. Fueron momentos de encuentro: comentamos la obra y llegamos
a la conclusión de que aquello nos pertenecía. El valor espiritual se rehacía entre
registros ocultos, mudos y expectantes. Al observar el pensamiento antiguo en
la roca, su realidad se meditaba ahora y se convertía en obra moderna, se hacía
realidad espiritual y patrimonio intemporal. Antonio decía que en La era de
vacío,[5]
la de los descreídos, aquellas piedras nos hablaban el lenguaje de siempre, las
podíamos entender perfectamente y tratar sobre ellas temas políticos,
ecológicos, estéticos, sociales y, especialmente, trascendentes.
Del encuentro con el
dolmen salí reanimado, cargado de buenos propósitos y lleno de ideas. Como
fruto de la visita se cumplía aquella máxima que Ortega y Gasset recoge de unos
versos del Rig-Veda, donde se expresa como plegaria: ¡”Señor, despiértanos con
alegría y danos conocimiento”.
El carácter
Antonio Franco. Foto: Gustavo Romano. |
Esta línea de pensamiento la trabajaba
en profundidad ya que está en el carácter de las gentes extremeñas y
castellanas. Lo comentábamos: el espíritu sobrio anima la creación que busca lo
sublime, se destila en el paisaje, se desprende de la dehesa, de los canchales
de granito, de la dureza del clima. Nace del cantar de las llanuras y del
serpentear de los ríos. En el caso de Antonio forma el hablar contenido, el que
dice más con menos, quita ornamentos al mensaje y deja la imagen sin color: ¡en
los huesos! Pensaba que esta expresión se rompió con el barroco, pero se
mantuvo acuñada con medida elegante en la obra de Zurbarán, le dio una dimensión
femenina y cálida Luis de Morales, la robusteció el pensamiento humanista de
Arias Montano, la dejó caer sobre la tela Ortega Muñoz y le dio una mano
vigorosa, expresiva y doliente Juan Barjola. A todos tenía presente. También se
encuentra esa realidad estética en la contención literaria y queda plasmada en
la obra de José María Valverde, Álvaro Valverde, Javier Cercas, Efi Cubero,
Juan Ramos Santos, David E. Rodríguez y muchos otros. Algunos los mencionaba y
hablábamos, en otros, encontraba los libros abiertos en su despacho y eso lo
decía todo. Cada cual con su voz, con sus ojos ante el mundo, dejan un rastro
sutil en el patrimonio humano que se funde con el país y el paisaje, no con “el
paisanaje”.[6]
En varias ocasiones traté con él
estos temas acompañados de un vino en la plaza de Elvas, lugar que consideraba
propio. El pensamiento se teje en un océano interior, un mar oscuro donde
aparecen diminutas luces con referentes colectivos; son señales sutiles, hilos
espirituales que en el mejor de los casos forman tramas universales y, en el
peor, queda como rocío de la mañana, sutil aliento que el sol devora en un instante.
Antonio era
consciente de lo efímero de la vida, de la delgadez de los tejidos del
pensamiento, de la presión cultural de la medianía, de los condicionantes
políticos y económicos; cuestiones vitales para conducir un museo como el
MEIAC. Sin entrar en esta red de laberintos inescrutables, pero de realidad social
comprensible, él los medía; tenía un gran respeto a su trabajo, al cometido que
se había trazado y, sobretodo, al dictamen final que construye la muerte. Con
el tiempo vi que su “ironía pasota” era una postura, una sutil máscara que
utilizaba para ahuyentar la negrura del mundo. Su forma de estar “ante la
nada”, ante el resuello del presente y el dictamen del devenir, respondía así, con
una sonrisa, con un suspiro que aligeraba el vértigo interior y seguía su
trazado implacable. Pienso que así posponía la gravedad de lo que trasciende,
tomaba tiempo para decidir las acciones y valorar con distancia lo que hacemos.
Debido a la tragedia que regala la vida y la desazón que producen los años,
estuvimos hablando del tema en la Plaza alta de Badajoz: de esta última
conversación han pasado ocho años. Mientras tomábamos una cerveza le hice un
retrato que destila esta inquietud, este vértigo ante el devenir que pesa como
una roca.
Santa Ana
Santa Ana
Emigrantes. 1990 Valle de Santa Ana |
El año 1985 nos volvimos a ver
para hacer una visita al Valle de Santa Ana y comer en Jerez de los Caballeros.
En ruta hacia este destino, pasamos por el castillo de Feria y, con asombro,
vimos la robusta arquitectura y el pueblo limpiamente desplegado por las dos
faldas de la montaña; el panorama era emocionante. Además, estaba ya cerca el
encuentro con el Valle, el origen de toda mi familia.
Aprovechamos para ver
la ciudad de Jerez, tomar una cerveza en una iglesia restaurante y nos
desplazamos hasta el dolmen de Toriñuelo. A todo esto, Antonio me llevó a
visitar estos lugares como aquel que enseña la casa de los abuelos. El
recorrido que hicimos me fascinó, fue el encuentro con las historias que me
explicaba mi padre y, de súbito, cada nombre de pueblo, monte, valle, árboles,
perfume, flores y rocas, se despertaba en la mente como un acto de revelación.[7]El
encuentro con mi pueblo fue emocionante, indescriptible: millones de registros
estaban escritos en las piedras y el río que riega el Valle. De los diecisiete
molinos que me había escrito mi madre y que conservo grabados, no conseguí ver
ninguno, pero estaban allí camuflados entre zarzales. [8]
En
el recuerdo y haciendo mías palabras de Efi Cubero, en “mi condición de
extraño”, realicé para Santa Ana una pequeña escultura con el tema: Emigrantes.
Fue Antonio Franco el que se cuidó de que la colocaran en el pórtico de la
iglesia. Es una obra humilde que me siento triste y feliz por haberla realizado
con este contenido y agradecido a mis paisanos por tenerla allí, instalada con
respeto. Se trata de un recordatorio formal que representa a los ausentes, los
que marchamos pero seguimos allí impresos.
De estas visitas surgieron dos
libros de dibujos con los nombres de: El testamento de Caín y Cantos
del pájaro negro.[9] Por el carácter del trabajo Antonio
estuvo interesado en publicarlos: no pudo ser y esperan el soplo de la
imprenta. Los momentos que pasamos en estas excursiones eran de trabajo y estoy
seguro que los encuentros los programaba con especial intención. Muchos de
ellos eran de amable tutoría, asesoramiento mutuo, intercambio de información
que resultaron vitales; en mi caso han supuesto mucho. Por todo ello: ¡gracias Antonio!
Señales en la piel
Señales en la piel
He explicado varios
motivos, pero deseo hacer especial mención al empeño que Antonio puso para
llevar a Mérida y Badajoz la serie Señales en la piel.[10]
Las colaboraciones en aquella época fueron intensas, éramos jóvenes y teníamos
ganas de dejar signos en la memoria, sobre los cuales, Antonio fue allí el motor
que lo hizo posible. El año 1986 vino a Reus, vio el trabajo que había hecho
para Tàrrega y se entusiasmó con la idea de llevar toda la serie para exponerla
en el teatro y anfiteatro de Mérida. En aquellos momentos de cambio eran responsables políticos, Jaime Naranjo
como Consejero de Cultura, el cual escribió para el catálogo:
“Como puede apreciarse en todo el ciclo temático sobre Señales
en la piel, la obra escultórica de Rufino Mesa constituye al mismo tiempo
que un testimonio de nuestra modernidad, una reflexión sobre la índole de
nuestras raíces culturales y sobre el sentido de nuestro pasado arqueológico”.
Felipe Gutiérrez Llerena también intervino como Director
General y hizo esta reflexión:
“Estimamos
que la exposición de esculturas de Rufino Mesa agrupadas en la serie Señales
en la Piel —una evocación del poema de Salvador Espríu La Pell de Brau—
es portadora de una serie de valores estéticos y culturales, de un compromiso
crítico entre presente y pasado…
Un año después Antonio ya tenía dispuesto
todo para trasladar las treinta obras de gran formato en vagones de tren. El
1988 se inauguró la exposición Señales en la piel, en el teatro y
anfiteatro romano de Mérida. Como recordatorio de aquella época quedó cerca del
Museo Romano, en un espléndido lugar, la obra El porteador.[11]
Posteriormente Antonio las hizo llevar la muestra al Paseo de San Francisco en Badajoz,
donde estuvieron expuestas un tiempo considerable y consiguió que se quedaran
dos obras: Mascarón y Animal con dos puñales.[12]
Para el catálogo de aquella exposición redactó un texto muy preciso, con
formato de entrevista, donde hace la siguiente observación.
“Desde aquella configuración espacial que
caracterizaba la experiencia del espacio mínimo, hasta tu más reciente proyecto
sobre Cultura de Restos en el que, al menos desde un punto de vista
teórico, la forma inicial del embarazo se corresponde con la del túmulo
constituido por la superposición de capas en las que se han ido depositando
vestigios de las distintas culturas humanas, la imagen del huevo constituye un
arquetipo frecuentemente evocado a lo largo de tu obra, un arquetipo recordado
incluso por esa estructura cupular sobre la que se organiza el espacio de tu
propia casa...”
La reflexión estaba documentada y la exposición
fue un encuentro especial en aquel marco histórico, y un acto sorprendente por
lo inusual. La muestra era delicada y la quiso acompañar con textos de Jaime
Naranjo, Felipe Gutiérrez, José Monleón, Michel Hubert Lepicouche y
Daniel Giralt-Miracle. El contenido fue valorado y se utilizaron argumentos cargados
de la ilusión de una época irrepetible. Así fue, la democracia trajo la
esperanza, una señal que dejó en la piel un tatuaje firme, señal que ahora se
desfigura pero lo recuperaremos algún día con claridad y convicción de servicio
público. Por el ilusionado trabajo que hiciste aquellos años: ¡gracias,
Antonio!
Encuentro con Wolf Vostell
Como consecuencia de estos
encuentros se consolidó la colaboración, el compromiso y la complicidad moral y
estética. En aquellos años vivíamos con intensidad lo que cada cual hacía;
teníamos hijos pequeños y nos vimos en varias ocasiones. Como excusa fuimos a
lugares sorprendentes: recuerdo la visita al castillo de Montánchez, una
localidad, rodeada por viñas y olivares y caracterizada por
sus excelentes vinos, aceites y jamones curados. Fuimos a ver el lavadero
de lanas de Malpartida antes de que se convirtiera en el Museo Wostell.[13]
Otros itinerarios que le gustaba
frecuentar era Portugal; así fue como conocí el destruido puente que hicieron
los portugueses entre Olivenza y Elvas (Puente de Ayuda), obra que permanece en
los huesos como un mal recuerdo entre vecinos y que Antonio Franco aprovechó
para hacer una intervención Alen da aigua el año 1996. En innumerables
ocasiones fuimos a comer bacalao a la portuguesa acompañado de vino blanco a
Elvas; pasar la frontera tenía un cierto perfume de aventura. Estuvimos en
Evora con la intención de ver el templo romano, pero fue mucho más placentero
el conjunto del pueblo blanco. En los trayectos que Antonio programó visitamos
Viana de Castelo; recuerdo los edificios barrocos de regusto rococó. También
Estremoz, Evoramonte y Vila Viçosa, pueblos de frontera que conservan las
cicatrices de las batallas y los baluartes del miedo y el rencor. El Alentejo
era su territorio mítico y su vocación cultural fue siempre crear un vínculo
fuerte con Portugal. El año 1990 estuvimos en Lisboa, fuimos con la intención
de encontrar a José Saramago para pedirle colaboración en un trabajo de
carácter poético en el cual estaba incluido: la Biblioteca apócrifa.[14]
No lo encontramos y buscamos bien; cuando nos pareció oportuno nos fuimos a un
restaurante del barrio Alfama a comer bien, beber en condiciones y escuchar
fados; fue un día memorable que Antonio recordaba con agrado cada vez que nos
veíamos.
Las siete sillas
Las siete sillas de Mérida. 2001 |
En aquel tiempo Antonio Franco
fue la mano que movió otro gran proyecto al presentarme a D. Antonio Vélez:
alcalde de Mérida. Tuvimos los tres un encuentro distendido, empático y me
pidió una obra para la ciudad. Hice un proyecto completo: dibujos, perspectivas
y maqueta en bronce de buenas proporciones. La idea interesó, se creó el
entusiasmo debido, pero quedó a la espera en la Consejería de Cultura. Allí
estuvo hasta que se hicieron los arreglos del río Guadiana y se pudo contar con
los recursos del uno por mil estipulado por ley en toda obra pública. Xavier
Cano sustituyó Antonio en la responsabilidad del área de cultura y fue el que
gestionó con Antonio Álvarez Cedrón, ingeniero de Dragados, la puesta en marcha
de la obra. El año 2001 se realizó la escultura y se inauguró en un lugar
emblemático a orillas del Guadiana.
Si las excursiones por los
pueblos de Extremadura fueron numerosas, más específicas y continuas las hice
con Antonio por la ciudad de Mérida. Cada rincón fue un descubrimiento de
interés, entre ellos el teatro romano, el templo de Diana, el arco de Trajano,
el Acueducto de los Milagros, la iglesia de Santa Eulalia... Recuerdo
especialmente la visita que hicimos juntos a la cripta de la mártir.[15]
Al conjunto escultórico le puse
el mismo nombre que la tradición popular había puesto a los fragmentos visibles
del teatro romano: Las siete sillas.[16]
Por último quiero recordar la
visita que hicimos juntos al Museo Arqueológico Provincial de Badajoz: me
quería enseñar las estelas de los guerreros. Las fuimos a ver cuando ya había
realizado el trabajo de El gallo de oro, una interpretación gráfica de
la novela de Juan Rulfo con el mismo nombre.[17]
Antonio Franco. Plaza alta. Badajoz 2013 |
Cuando estuvimos allí no pude evitar
la conexión con el pasado, sus creencias sobre la muerte, su imaginario en la
vida y la huella del hombre. Salimos con la convicción de que las
sensibilidades están vivas aún y que la razón ilustrada no puede desplazar la
intuición.
El agradecimiento es el consuelo
que nos queda cuando la muerte nos arrebata el presente y lo hace con esa
puntualidad sin alegaciones. Aquellos guerreros representados en las estelas
dejaron las señales en la piel: tú, Antonio, la has dejado en la memoria de la
gente.
¡Amigo! Que la tierra te sea leve.
Antonio Franco Domínguez nació en Badajoz. 1955-2020.
Falleció en Badajoz a los 64 años.
Falleció en Badajoz a los 64 años.
[1] Debido a “la
diáspora” de la postguerra, salí del Valle de Santa Ana con dos años y no tenía
paisajes, olores, colores y memoria de la tierra de mis antepasados. Quería
conectar con las raíces, más aún cuando me ha tocado vivir en un territorio
donde se exhibe abolengo como divisa diaria y el que no lo puede hacer es un
ciudadano con sus derechos mermados. El tema del desarraigo lo tratamos con
Antonio en varias ocasiones, sobre todo cuando él instaló Emigrantes en
la iglesia de mi pueblo. En aquellos años hice una escultura que trata el tema de los emigrantes. Desarraigo. Castellvell,
1990. Piedra, bronce, asfalto, zapatos... 120 x 80 x 90 cm.
[2] La cárcel
de Badajoz, Título de una extensa serie de dibujos de formato mediano
preparados para ser publicados en formato libro. Son más de cien, algunos los dediqué
a Antonio Franco. Realicé otras tantas fotografías de los grafitis de los
presos, muebles, puertas, rejas y espacios en general.
[3] Ocultaciones. (1985-2018) Una
serie extensa de obras en la que el contenido está omitido. Una de las obras
está en el MEIAC, Cambalache. 1993. 13 piezas de bronce y cobre.
Se hizo la acción simbólica de devolver el oro a los nativos americanos por los
espejitos que ellos recibieron. EL conjunto de las Ocultaciones trata varios
temas: la obra más significativa es 359º sin luz. Es la continuación del
libro Un pan de terra, y el libro Jácaras, salmos y cunanas.
[7] En aquel
periodo yo trabajaba o ya había terminado, las series Todos la querían, Urnas para un continente
latino, Señales en la piel, El Gallo de oro, Inanna…, obras que tenían un
componente arqueológico importante. Fue el
motivo para que Antonio me pusiera en contacto con aquellas señales que
abundaban en Extremadura y componía el territorio compartido.
[8] Mi madre, ya mayor, siguiendo el orden del río, me dictó los nombres y
apellidos de los propietarios molineros uno a uno; fue un ejercicio de memoria
que conservo como el mejor regalo que me podía hacer.
[9] El testamento de Caín. 70 dibujos con un texto
que relata el legado de Caín. 1992. Cantos del pájaro negro. 64
xilografías con un texto donde un pájaro negro, un cuervo,
narra su desventura. 1987
[10] Señales en la piel. 32 obras de piedra de
Agramunt, hierro, bronce y otros materiales. Las obras son de medidas
variables. Se expusieron en Tàrrega y Logroño, después en Mérida y Badajoz
donde quedó obra el año 1988. Posteriormente fueron a Bellreguard, Gandía
(Valencia) y Palau de Plegamans. (Barcelona) Actualmente algunas están en La
Comella, (Tarragona)
[11] El Porteador . un homenaje a
mi abuelo. Está situado delante del anfiteatro de Mérida. Piedra
de Agramunt. 3,20x 070x 1,50cm. 1985
[12] Obras de características y proporciones similares Al
porteador. 1985. Fue una exposición que dejó un recuerdo en las gentes que el
tiempo no ha borrado y, a pesar de su dureza expresiva, aún mantienen la
frescura de la época. El trabajo que Antonio realizó en aquella muestra fue
soberbio.
[13] Me presentó Wolf y a Mercedes, su mujer, y se
estableció una relación amable y admirable. Conocí su estudio, sus trabajos más
frescos y una serie de collages que estaba haciendo sobre los toros. De paso
que estábamos en Cáceres, fuimos al castillo de Mirabel y Monroy y a un
monasterio que tenían previsto hacer una escuela taller en Arroyo de la luz.
[14] Biblioteca apócrifa. Obra con 80 documentos
ocultos. Mármol de Ulldecona. 310x110x110 cm. 1990 Se trata de una escultura
que reúne a 80 autores que han tenido el humor y la generosidad de ocultar una
verdad o mentira dentro de un tuvo de cobre.
[15] En 1990 aparecido el túmulo funerario, me causó una
gran impresión, más aún por la aprensión que Antonio tuvo ante aquel lugar
funerario del cual salió con el color marchito y los pies tambaleantes.
[16] Para mi fue la confirmación del valor de lo oculto:
cuando estaban excavando, Mérida era un hervidero de hallazgos en muchos
rincones y en cada uno de ellos aparecían bajo la tierra las memorias del
pasado. A mi entender, la escultura tenía que representar la biblioteca mítica
de esa parte ausente; aún encontrando las pruebas, invisibles. Tenía que ser el
gran tótem del saber acumulado en la palabra y ocultado por el tiempo. En la
base conceptual de la obra intervino Antonio, su aportación fue valiosísima al
darme a conocer el espíritu de la ciudad, el ímpetu de las gentes y el poso de
la historia: Mérida tenía bajo tierra mucho más que sobre ella. Aquella
impresión se convirtió en una escultura de buenas proporciones: siete elementos
de granito de Quintana de la Serena. Cada elemento contiene cinco anaqueles
llenos de libros, más el remate de las sillas que se diferencian entre ellas.
[17] El gallo de oro. Juan Rulfo. (1917-1986) Cuando
le dieron el Príncipe de Asturias hablé con él para terminar la serie de más de
150 dibujos. También para perfilar la instalación con el mismo nombre de 100
esculturas filiformes en bronce.
Quedamos en vernos, tenía que estar en Barcelona el mismo año que murió. La
Instalación de El gallo de oro (1986) está en los fondos del MEIAC.
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